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miércoles, noviembre 30, 2005

LA PROTECCIÓN OFICIAL Y LOS ARQUITECTOS

Una de las cosas más increíbles que trajo el franquismo, naturalmente continuado por el estado de límites difusos entre lo público y lo privado que lo sustituyó, es la vivienda de protección oficial en propiedad.

Toda vez que, guste o no, la Constitución consagra un estado intervencionista y que uno de los derechos recogidos en la Carta Magna es el derecho a la vivienda, habrá que aceptar –la ley se cumple, primer principio liberal y de una sociedad civilizada- que exista la “política de vivienda”. Ahora bien, de eso no se sigue que el Estado tenga por qué facilitar un bien de capital a precios más bajos de lo normal a ciertos ciudadanos. Perdón, reformulo de manera más adecuada: no se sigue que unos ciudadanos tengan que subvencionar a otros la adquisición de un bien de capital.

En primer lugar, si verdaderamente se tuviera una cierta intención de conciliar el citado derecho constitucional con otros derechos y principios, como el de igualdad –anterior en todo al derecho a la vivienda, hasta en el simple orden del articulado constitucional- se entendería “derecho a la vivienda” como “derecho a la habitación”, porque esta formulación hace menor el quebranto para el erario y, por tanto, el esfuerzo tributario de los ciudadanos. Derecho al disfrute de un bien, que no a su tenencia. Así se interpreta en toda tierra de cristianos. Las viviendas protegidas deben ser en alquiler.

Amén de la radical injusticia que supone trazar una raya arbitraria que hace que los que ganan un solo euro más ya no puedan acceder al bien en cuestión –conste que los criterios de renta podrían sustituirse por otros que, fundamentados o no, producirían el mismo “efecto frontera”-, la VPO es rechazable por múltiples razones en su versión española. La más destacable de todas es que este tipo de cosas promueven de manera clara la corrupción. A diferencia del mercado que, cuando existe, ordena según criterios transparentes –los precios- los criterios administrativos son siempre oscuros y pueden ser manipulados. Como quiera que todos conocemos casos de manejos indecentes, la sensación de agravio antes citado por no poder acceder a una vivienda se agranda notablemente cuando se priva al ciudadano, en realidad, del acceso a una pingüe plusvalía. Es innecesario decir lo que de dañino para la moral pública tienen estas prácticas.

Ahora bien, en el pecado se lleva la penitencia. El agraciado con un piso que será la envidia de sus amigos –sobre todo si lo revende en contrato privado antes de ocuparlo- se arriesga a que le toque vivir en un edificio que sea premio nacional de arquitectura o similar. Y entonces, es posible que, convertido en conejillo de indias, lamente no haber pechado directamente con la hipoteca. Es el caso del famoso edificio levantado en el barrio de Sanchinarro, cerca de Madrid, que se ha hecho célebre por un vano enorme. Visto desde lejos, parece que fuera un arco de la Defensa multicolor.

Por lo que parece, los arquitectos, más interesados en pasmar a sus colegas que en proporcionar habitación decente a los futuros ocupantes, han sacrificado casi todo a la estética. Puede uno encontrarse lavabos en los recibidores o pasillos pintados de rojo chillón, muy adecuados cuando uno llega a casa estresado.

Me llevé una grata sorpresa al leer en un periódico que el decano del Colegio de Arquitectos de Madrid, Ricardo Aroca, se mostraba profundamente en desacuerdo con este tipo de obras. Dice Aroca, con buen juicio, que no puede considerarse un modelo de buen uso del dinero público el meter un espacio hueco en un edificio en que bien podrían caber unas cuantas docenas de pisos más.

Aroca acierta. Es la pólvora del rey, y con ella se tira a placer. El estado intervencionista es, para los nuevos divos de la arquitectura –o de cualquier disciplina artística- el mecenas menos exigente. Antaño, incluso los pocos agraciados que lograban dejar su impronta en los suntuosos palacios de los sátrapas o las catedrales venían obligados a que, además de ser bellos, los edificios cumplieran su función. En la catedral tenía que ser posible decir misa, y el sátrapa tenía que contar con imponentes salones para sus recepciones.

Por supuesto, los arquitectos contemporáneos siguen haciendo hermosas –y muy originales- obras para mandantes exigentes y sensatos. Siguen conciliando funcionalidad, estética y, últimamente, también economía y ecología. Véase, como muestra, la maravillosa torre que Norman Foster ha levantado en Londres para Swiss Re. Destinada a convertirse en un icono del Londres contemporáneo, el majestuoso edificio servirá para que la compañía que lo ocupa –que gasta el dinero, pero no lo tira- aloje a sus empleados y, además, ahorre buen dinero en calefacción, luz y otras minucias que, sumadas año tras año, importan una verdadera fortuna. Contar con un gran arquitecto es un lujo que pocos pueden permitirse, pero que compensa, sin duda.

Los mandrias y los caraduras sólo pueden refugiarse, por tanto, en el mandante poco exigente –la Administración- cuando construye para gente sin posibles, y no para mayor gloria del alcalde de turno. Algunos alcaldes, por cierto, están mucho más cerca del faraón Keops que del Consejo de Swiss Re.

lunes, noviembre 28, 2005

EL ESPAÑOL EN BRUSELAS

Muy interesante este editorial de El País. Interesante desde todos los puntos de vista, primero por la materia y segundo porque, siempre con el cariño propio de la casa, no se hurtan reprimendas a quien las merece, lo que es una auténtica novedad (¿vientos de cambio?).

Uno de los principales diarios en lengua española –iba a escribir “el principal”, pero no quisiera que se me ofendieran los lectores de Clarín, Reforma o El Mercurio, por citar sólo unos pocos- y, desde luego, el primero en España, reacciona con justa indignación ante el rácano trato que nuestro idioma recibe en Bruselas, por parte de los funcionarios encargados de traducción – dicho así parece cosa menor, como de intendencia de poca monta, pero si los funcionarios traductores y los juristas-lingüistas decidieran un día ocupar Bélgica, sería cosa de horas, porque son una auténtica legión.

Al leer el editorial me viene, cómo no, a la cabeza el análisis de Juan Ramón Lodares en el último libro que publicó antes del trágico accidente que se lo llevó (El Porvenir del Español, Editorial Taurus). El hecho denunciado por El País viene a subrayar lo ajustado de su enfoque. Decía Lodares que, incluso siendo optimistas, la situación del español presenta notables claroscuros.

Es verdad que, entre todas grandes las lenguas de cultura, es la única que tiene una capacidad de crecimiento endógena sustancial, ya que la natalidad de los países de habla hispana hace que, año tras año, el número de hablantes crezca. Su pujanza en América Central y del Sur no está en cuestión, y su carácter de lengua franca del subcontinente suramericano viene reforzado por la decidida política brasileña de promoción del bilingüismo. Pero, sin duda, la punta de lanza del español son los hispanoparlantes en Estados Unidos (recuérdese que EE.UU está en un tris de convertirse en el segundo país, tras México, por número de hablantes de español, si es que no lo es ya). Allí, en medio de la prosperidad económica, el idioma florece y gana nuevos hablantes a diario –el riesgo es, ahora, mantener su calidad, la unidad de la norma, que en ningún sitio está tan amenazada como en Norteamérica. Es, por supuesto, la única segunda lengua que interesa a los anglos en Estados Unidos, porque es la única de utilidad relevante e inmediata. En español se vende y el español es un negocio. No hacen falta muchos más incentivos.

Pero esta situación, digamos halagüeña aunque no haya que ignorar las relevantes debilidades que aún aquejan a la lengua (sobre todo su escasa introducción en ámbitos científicos y tecnológicos), es totalmente diferente cuando cambiamos de hemisferio. El español es, hoy, un idioma eminentemente americano. Los hablantes de España apenas llegamos ya al diez por cien del total mundial y, sin ir más lejos, alemán, inglés, francés e italiano cuentan con más hablantes nativos, en el seno de la Unión Europea, que el español – por supuesto, si llegara a incorporarse Turquía, sería ampliamente rebasado por el turco. Pero es que, además, muy pocos europeos lo tienen todavía como segunda lengua. Va ocupando un lugar en la segunda enseñanza en países como Francia, Italia o Portugal, como tercer idioma, debido a su innegable facilidad para los estudiantes cuya lengua materna es romance, y también interesa en los países del Norte, asociado a la imagen de España como país simpático, pero está prácticamente ausente del mundo de los negocios, de la política y, sobre todo, es desconocido para la nomenklatura comunitaria, que no lo tiene como lengua de trabajo –estatus privilegiado que corresponde al inglés, al francés y, al menos oficialmente, al alemán (y que sería muy deseable que terminara por ostentar sólo uno de los tres, por evidentes razones de economía)- . En estas condiciones, el español se halla en situación pareja a la del polaco.

En condiciones normales, estas limitaciones del español se encontrarían compensadas, al menos parcialmente, por los ecos transatlánticos. Si se hiciera algo más de pedagogía, quizá se empezara a medir al idioma de Cervantes por lo que pesa en el mundo, y no solo en la vieja Europa. No se trata, por supuesto, de esperar milagros –es, por supuesto, irrealista pretender que el español pueda ingresar en el reducido elenco de las lenguas de trabajo y, como apuntaba Lodares, lo racional sería que los españoles abogáramos por el inglés-, sino de que se aprecien ciertas diferencias cualitativas. Pero, claro, hay que contar con la delirante política lingüística que se hace en este país. El País –el diario independiente de la mañana, digo- tira, a propósito, un pellizco de monja –de momento, ojo, ojo, que parece que el amo anda cabreado- a quienes van por el mundo jugando a defensores de cuanta lengua minoritaria se les cruce en el camino, pero olvidan sistemáticamente echar un cable al español, que lo necesita.

Se escandaliza El País de que en Bruselas crean que hablan español en España treinta millones de personas. Es un error, sí, pero un error lógico. Hace falta estar muy bien informado para ser capaz de sortear la barrera de tonterías que se ha levantado entre la realidad de España y quienes se acerquen a conocerla. En cuanto pida un folleto turístico, el funcionario comunitario de turno descubrirá que este es, antes que nada, el país de la “pluralidad”. Somos plurales en todo y, por supuesto, en lenguas. El folleto afirmará sin recato –casi como si la situación idiomática de la India nos moviera a envidia- que se hablan cinco, ya que Cataluña, El País Vasco, Valencia, Baleares y Galicia tienen otra. El funcionario poco avisado va a las estadísticas de Eurostat y resta, del total de la población de España, la de las respectivas comunidades.

Es cierto que en España se hablan cinco lenguas –bueno, que hay cinco oficiales, porque hablarse, se hablan muchas más, como se deduce de un paseo por el metro de Madrid-, pero es que lo que no le han contado al funcionario es que, de las cinco, hay una, el español, que se habla hasta en el último rincón del país –y los que no la hablan, normalmente porque no les da la gana, la comprenden- y que, además, en las comunidades oficialmente reconocidas como bilingües hay un montón de gente que es monolingüe en castellano. El funcionario no necesita más que unos rudimentos de español para moverse con soltura por toda la piel de toro, pero seguro que su francés no le bastará para ir por Suiza con plena confianza. Ésa es la diferencia.

En nuestro papanatismo natural, vamos dando la impresión de que somos una especie de crisol de culturas. Por supuesto, rodeados por naciones que son un vivo ejemplo de monolitismo cultural y lingüístico, como pueden ser Italia o Alemania, ¿verdad?

Lo malo es que parece que no nos damos cuenta de que puede haber gente que nos tome en serio, sobre todo si no tiene razones para pensar lo contrario. Recogemos lo que hemos sembrado. Nada hay, por supuesto, en contra de que el Instituto Cervantes presente la “diversidad cultural española”, pero eso será cuando haya atendido debidamente su función primordial, que es enseñar nuestra lengua a tanta gente deseosa de aprenderla. ¿Sería posible que ofreciéramos una imagen de España, más o menos, acorde a lo que ven los que a nosotros se acercan? Lo más normal es que, si a un funcionario bruselense le decimos que España no existe, superado el primer momento de incredulidad (¿estarán mal todos, absolutamente todos, los manuales de geografía, historia, arte... que él ha estudiado?), termine por borrar diligentemente el nombre de los registros (“si estos señores, que viven allí, lo dicen, por algo será”, se dirá el probo funcionario). Así de simple.

Y es que lo primero que debe aprender todo buen estudiante de español es que, por esas casualidades de la vida, el idioma fue a caer en el país que menos lo merecía.

domingo, noviembre 27, 2005

EL LIBERALISMO Y SUS APELLIDOS

Luis I. Gómez, en un artículo publicado no hace mucho en “Desde el Exilio” hacía algunas reflexiones de gran interés. En un comentario, me autoemplacé a debatir un poco sobre ellas. Aunque es recomendable la lectura del artículo entero, extracto a continuación parte del párrafo (indico mediante “[...]” las omisiones) que quisiera comentar en este domingo, día proclive a los asuntos filosóficos:

“Hace ya algún tiempo que la visión binaria - izquierda y derecha (Jandl) - no sirve como referente a la hora de establecer una clasificación política. El ala habitualmente denominada “izquierda” representó históricamente los movimientos progresistas en frente, o en relación a los principios nítidamente conservadores de la “derecha”.

Según esta lógica, deberíamos situar el liberalismo, ya que no es un movimiento ideológico conservador, a la “izquierda”.[...]. Los liberales son quienes históricamente han combatido por el derecho a la libertad y contra los privilegios transmitidos. Cabría pensar, pues: los liberales somos de izquierdas.
Si elegimos otro punto de vista más actual, hemos de partir de la base del “estado de bienestar” en el cual, para conseguir el objetivo último - asegurar bienestar a todos los miembros de una sociedad a través del reparto de bienes (yo pago impuestos, el estado los recoje y los reparte) -, son los principios de la “izquierda” los que han de llevarse a la práctica, siendo estos sólo aplicables a base de limitar los derechos individuales. Visto desde esta óptica, los liberales seríamos claramente de derechas.
[...] ¿Cómo es posible entonces que algunos se denominen liberal-progresistas y otros liberal-conservadores? Lo primero que hemos de tener en cuenta es que, para muchísimas personas, el concepto de “generosidad humanista” es un concepto izquierdista (nada más lejos de la realidad), siendo ese concepto en sí mismo una tentación ideológica difícil de obviar por el liberalismo, en cuanto que humanista y reconocedor del individuo. Si además de caer en esa tentación se hace gala de cierta ignorancia sobre principios fundamentales de economía, nos encontramos con grupos autodenominados liberal-progresistas que, de liberales no tienen absolutamente nada. Al otro lado nos encontramos con grupos profundamente liberales en lo económico y lo social, pero que (desde el punto de vista emocional éste sería mi caso) presentan un profundo arraigo “nacional” y hasta cierto punto exclusivista. No es liberal el apego a una forma de estado, pues el estado debe de tender a convertirse en un sistema administrativo de mínimos imprescindibles.

En general, desde la razón (repito que mi corazón me dicta otras cosas), surgen mis preguntas:
-¿es el concepto de Nación un mínimo imprescindible?- ¿quienes limitamos nuestro concepto de liberalismo con tal o cual prefijo o sufijo, no estaremos cayendo en la trampa de confundir una filosofía consistente (la liberal) con un “biensonante” eclecticismo?”

Luis aborda muchos temas en pocas líneas. Intentaré acometerlos con cierto orden.

Liberalismo, izquierda y derecha

Guste o no, y sin perjuicio de críticas fundadas, parece claro que la dupla izquierda-derecha, aunque sólo sea por la fuerza de la costumbre, sigue teniendo una notable vigencia, siquiera sea en el terreno del lenguaje común. La gente sigue empleando estos términos para orientarse en el maremágnum de las ofertas políticas características de las democracias contemporáneas. Existe, por tanto, una tendencia natural a pasar por ese tamiz cualquier cosa, cualquier idea, que se refiera a la política. Una noción, un partido, una determinada iniciativa, son adscritas a un campo u otro, son marcadas.

A poco complejo que sea el asunto de que se trate, el encaje en una clasificación dicotómica implicará, naturalmente, una simplificación y, en ocasiones, una simplificación engañosa, porque existe una tendencia natural a seguir adscribiendo a un lado lo que siempre se le ha adscrito, con independencia de ello siga siendo válido o no. En sí mismo, no habría ningún problema en que determinados valores o ideas se identificaran con izquierda o con derecha. Si decimos que la solidaridad es de izquierdas, pues vale... a condición de que no hagamos el camino inverso, es decir, un partido que en su día abogara por la solidaridad y por ello hubiese sido adscrito a la izquierda debería ser adscrito al otro bando –etiquetado de nuevo- tan pronto como dejara de defenderla. Si lo que se considera inmutable es el campo de la izquierda, habrá que convenir, por tanto, en que los partidos o facciones pueden entrar o salir de ella. Alternativamente, si, quizá por cuestión de hábito, preferimos que el partido de izquierdas o de derechas lo sea en todo caso, habrá que aceptar que “izquierda” y “derecha” no siempre van a significar lo mismo (continuando con nuestro ejemplo, habrá que admitir que la solidaridad pueda ser de derechas, si es que son los partidos de derecha los que mejor la defienden).

El liberalismo es una filosofía política, una actitud, un conjunto de principios, un aproximación a la realidad. En este sentido, es un tanto pre-político, si por “lo político” entendemos, en un sentido muy restrictivo pero, probablemente, muy común, aquello de lo que se ocupan los partidos políticos. Pero también es, en ocasiones, una opción política práctica. Y como tal, es atraída por el continuo izquierda-derecha, y obligada a ubicarse. El gusto por la taxonomía impone que el liberalismo se sitúe en la misma línea que las demás opciones.

Pero esto no es fácil porque, como queda dicho, el liberalismo no es una ideología, ni dispone de una visión total de la realidad. Si se quiere, el liberalismo es insuficiente para dar una explicación total del mundo político, por la sencilla razón de que no es una teoría con pretensiones de resolver el problema de la sociedad, sino una herramienta para conllevarlo – si se prefiere, es una vía para no considerar a la sociedad como un problema. Dentro del liberalismo caben, por añadidura, multitud de visiones diferentes de las cosas. Declararse liberal, pues, no termina de ubicar al hablante, no termina de dar razón de cuáles son sus ideas, y de ahí que se añadan los apellidos para formar el liberalismo-conservador o el liberalismo-progresista. A su vez, claro, estos términos son de definición compleja.

Centrándonos ya en el aquí y el ahora, en la España de hoy, se da la circunstancia de que la izquierda rechaza el término “liberal”, entre otras cosas porque siempre se ha considerado a sí misma “superación” del liberalismo. Para la izquierda más leída y respetuosa con la historia de las ideas, el liberalismo es el producto temprano de la Ilustración, y por tanto primitivo – ellos serían los cristianos, y nosotros los judíos. Como dice Luis en su post, el triunfo generalizado de las ideologías socialistas –socialdemócratas o demócrata cristianas-, cristalizado en el estado intervencionista (estado del bienestar –y es cierto que muchos están bien- o estado-providencia, que es como gustan de llamarlo los franceses) ha situado al liberalismo europeo en el campo de la derecha, puesto que el estado intervencionlista (el estado-actor por oposición al estado-árbitro) es claramente antiliberal, quizá no en teoría, pero sí en la práctica según indica la experiencia –al pretender consagrar derechos de segunda generación pone en riesgo los de primera, que son cronológicamente precedentes y más importantes-.

Nótese que esto es así en la medida en que, a efectos prácticos, estado de bienestar e izquierda van de la mano (chocante, pues no es la socialdemocracia, ni mucho menos, el progenitor exclusivo de la criatura). Sin embargo, habrá que admitir que esta asociación ha exigido un cierto desplazamiento semántico. Paradojas de la vida, si el estado es de izquierdas, lo que ya no puede ser de izquierdas es la revolución (el cambio, el progreso, la ruptura, el avance, la búsqueda de la utopía...) y no es difícil observar cuán conservadores se han vuelto los partidos socialistas, por más que intenten disimularlo con reformas que tienen más de cosmético y de atención a clientelas que de cambios reales – se casen o no se casen los homosexuales, el caso es que el intervencionismo político en la vida económica española, por ejemplo, sigue. Así pues, el liberalismo, en términos radicales y pese a su comentada adscripción a la derecha en el lenguaje común, volvería a ser hoy, como lo era en el siglo XVIII, una posición no conservadora, una posición pro-cambios, una posición de izquierda, en suma. No obstante, esto es hilar muy fino.

Es verdad, por otra parte, que en un país como el nuestro, en el que la derecha carece de referentes históricos y, sobre todo, padece complejos, circula mucha mercancía averiada bajo la etiqueta de “liberal”. Esto es, hay mucho liberal-conservador que es, más bien, netamente conservador. A través de esta operación de etiquetado se busca, generalmente, arrogarse la tradición liberal clásica y, sobre todo, no declararse abiertamente de derechas, sin apellidos. En general, la derecha española existente –el Partido Popular- está mucho más influida por elementos demócrata cristianos que liberales. La elección de los españoles es, en realidad, entre un socialismo con Dios y un socialismo sin Él. Es decir, las mezclas disponibles incluyen siempre conservadurismo económico y se elige entre grados de progresismo social variables.

Ningún partido español ofrece, hoy por hoy, liberalismo económico auténtico –lo que no significa necesariamente ausencia plena de políticas públicas, sino que existan verdaderos mercados- y políticas sociales basadas en la libertad y responsabilidad individuales. Ninguno es, pues, liberal.

¿Y la Nación?

Luis parece encontrarse con un cierto dilema al intentar conciliar su liberalismo por un fuerte aprecio por su identidad nacional. Noto en sus líneas, sin embargo, cierta confusión, ya que mezcla, a mi juicio, dos cuestiones que poco tienen que ver: liberalismo y cuestión nacional, por un lado, y liberalismo y estado, por otro. Pidiendo disculpas por la autocita, ya traté las cuestiones del estado mínimo –también aprovechando una iniciativa de Luis- y del liberalismo y el nacionalismo en otras ocasiones (aquí y aquí, respectivamente). Intentaré no contradecirme.

Que los liberales estemos por el estado mínimo (algunos, entre los que no me cuento, piensan que el mínimo es cero) es algo normal y natural. El estado –concebido como organización jurídico-política- se justifica porque el hombre no es capaz de llegar solo a todas partes, y se nutre de cesiones, de recortes en la libertad personal. En la medida en que la libertad personal es el bien más precioso, siempre se le debe dejar el mayor campo posible o, desde otra perspectiva, imponerle los mínimos recortes.

Pero una nación y un estado no son lo mismo. Ambos términos son increíblemente polisémicos, y en ocasiones, sobre todo en el lenguaje común funcionan como sinónimos, pero no lo son. Interpretando “nación” en sentido amplio y “estado” en sentido algo más estricto –es decir no como sinónimo de cualquier organización jurídico-política, porque esta existe siempre- podemos, como hipótesis, pensar en una ausencia de estado, pero no en una ausencia de nación. Todo ser humano se integra en algún grupo, más allá del familiar o nuclear, al que le unen relaciones de pertenencia. Así ha sido siempre, sin contraejemplos y, de hecho, lo normal es que, como quiera que estamos integrados en mucho más de uno, la “nación” sea un grupo de nivel superior.

Con esos grupos se desarrollan unos vínculos racionales y sentimentales que son completamente naturales. La querencia por la nación propia es compatible, a mi juicio, con la mayoría de las ideas políticas o visiones de la vida y, desde luego, con el liberalismo. El hecho de ver en cada ser humano algo de sagrado no nos impone ser “ciudadanos del mundo”. Otra cosa es que esos vínculos naturales se carguen ideológicamente para dar lugar al nacionalismo, a la sustitución del hombre por el grupo nacional como vértice de la concepción política. Ahí sí que hay algo más que problemas de compatibilidad.

Entiendo que no hay ningún problema –hablando como español- en creer firmemente en España como realidad social e histórica, amarla como país y confiar en su validez como proyecto colectivo, deseando a un tiempo que el estado del que ese ente colectivo se reviste para actuar en el orden jurídico sea profundamente respetuoso con la individualidad. Un estado pequeño (y fuerte) para un país grande, tanto más grande cuanto más fácil sea, entre nosotros, para los individuos, desarrollar sus proyectos personales de vida.

sábado, noviembre 26, 2005

EL PROBLEMA NO ESTÁ EN EL COMUNICADO

El Gobierno y los medios progubernamentales se escandalizan ante las reacciones que ha provocado el último comunicado de ETA. Es cierto que el solo hecho de andar escudriñando, leyendo entre líneas y extrayendo conclusiones de las iniciativas de esa banda de alimañas tiene en sí mismo mucho de repugnante. Y es triste, cómo no, ver a los políticos a la gresca en asunto tan delicado. Pero me temo que, una vez más, el Gobierno sigue la táctica de prender la hoguera y apuntar, después, con el dedo a los que gritan ¡fuego!

Se analizan meticulosamente las cosas que ETA dice –hasta las que se supone que dice, porque creo que no hay constancia definitiva de que lo enviado a la BBC sea, en realidad, algo producido por ETA- sencillamente porque se está esperando algo de ella. Como quien se acerca, cada día, al buzón, a ver si ha llegado la misiva que lleva tanto tiempo aguardando. Naturalmente, igual que en el buzón sólo encontramos publicidad o cartas del banco, lo que recibimos de ETA es más de lo mismo: si quieres conseguir algo de mí, dame lo que pido.

Se está esperando algo de ETA, lisa y llanamente, porque se da la increíble situación de que el Gobierno democrático de España ha hecho patente su voluntad de ofrecer algo. Y no estamos hablando de comentarios elípticos, sino de gestos concretos, entre los que sobresalen dos: la humillante resolución que se obligó a aprobar al Parlamento y el evidente cambio de línea política seguido por los socialistas en Euskadi, que ya hace mucho que abandonaron la decencia como norte (me refiero a la dirigencia, claro). Al Gobierno, pues, solo le falta alquilar una habitación de hotel –si es que no la tiene ya- donde desarrollar las conversaciones, porque ya ha puesto todo el lubricante político que es posible poner de forma completamente gratuita. En buena lógica, el siguiente paso –que es cambiar la política penitenciaria y rehabilitar a Batasuna para las municipales, que les hace mucha falta- requiere un mínimo gesto de la parte contraria.

En condiciones normales, una banda moribunda y acosada, que se supiera derrotada, llevaría la iniciativa. Porque lo que, normalmente, negocian los Gobiernos democráticos son condiciones de disolución, de cese completo de la actividad, nada más. Todos dábamos por hecho que eso sucedería algún día, si es que quedaba alguien con dos neuronas en ETA. Sería ETA la que pediría el árnica necesaria, o bien terminaría por perder el liderazgo en el mundo abertzale y por ser abandonada a su suerte por las ramas políticas de ese mundo –más que nada porque hay que comer todos los días-.

No es este el caso. ZP ha invertido los términos. Ahora, de nuevo, ETA no es un obstáculo ni un lastre, sino un activo para el mundo nacionalista –un activo capitidisminuido con respecto a lo que fue, sí, pero un activo-. De repente, hay algo que vender. No hay necesidad de ofrecer nada, sino de responder a una oferta, que es muy distinto.

Merced, entre otras cosas, a la existencia de una colaboración entre Gobierno y Oposición, gracias a ese sensacional acierto que fue el Pacto por las Libertades y Contra el Terrorismo, el Estado había conseguido, por vez primera el cuarenta años, tener en la mano las dos ventajas: ganaba la lucha policial y ganaba la lucha política. En términos ajedrecísticos, jugaba con blancas y dominaba las casillas centrales –la meseta desde la que se otea mejor un tablero que sólo en apariencia es plano-. De repente, en lo que puede haber sido un error sin precedentes, Zapatero abandona una de esas ventajas, precisamente la que más esfuerzo costó lograr. Es tal la rehabilitación política del mundo de Batasuna que incluso el PNV anda preocupado por no diluirse en el nuevo escenario.

Otra cosa que ha molestado mucho es que ETA haga patente que observa con cuidado el proceso catalán. A los socialistas les irrita sobremanera que se insinúe que la experiencia catalana pueda ser el ensayo general con todo de la verdadera “vía Zapatero”. Hay que comprender que es desagradable, pero es que esta tesis viene avalada por razones poderosas, que nadie parece, oportunamente, encargarse de desmentir.

En primer lugar, parece la única forma de entender una iniciativa política que sorprende a propios y a extraños. El estatuto catalán es un lío monumental que no es beneficioso para el país pero, lo que es más grave para un socialista, no es beneficioso tampoco para el Partido –antes al contrario, parece estar en la raíz de la sangría de votos que, según sondeos, padecería hoy el socialismo y, sobre todo, obliga a unos juegos malabares en el discurso que resultan en extremo complicados-. Qui prodest?, se preguntan en Génova, pero también en Gobelas y en Feraz. El argumento de que esto era necesario para sostener la legislatura no es suficiente, porque bastaba no haber promovido activamente el estatuto –que se rubricó en Barcelona, pero se desbloqueó en Madrid- para que la dichosa promesa del Palau Sant Jordi hubiera resultado imposible de cumplir y, de paso, se hubiera podido poner a CiU en un auténtico aprieto, achacándole el embarrancamiento del proyecto. ¿Entonces?

Sólo hay dos respuestas a esa pregunta: el Presidente del Gobierno ha perdido el oremus o bien cree necesitar ese estatuto como medio para otros fines. Y, bien pensado, ambas respuestas no son incompatibles, antes al contrario, maridan que da gusto.

Pero es que, además, no hace falta recurrir a retruécanos ni razonamientos alambicados. Basta con prestar la debida atención a las evoluciones de Patxi López y su gente. Basta seguir al PSE y el escenario post-ETA que dibuja. Un escenario claramente a la catalana, fácil de reproducir siempre que Batasuna se avenga a desempeñar un papel parejo al de Esquerra. Un tripartito PSE-Batasuna-IU, un PNV que seguiría siendo el partido más votado y con el que hay que contar y, por supuesto, un PP marginal y abocado a no representar nunca nada. Es verdad que los números aún no cuadran, pero todo se andaría.

Ocurre, sin embargo, que el PSC y el PSE tienen, entre sí, pocas cosas en común. Ambos tienen un voto básicamente no nacionalista, pero sus dirigencias, hasta ahora, venían siendo muy diferentes. Mientras que el primero estaba y está dirigido por el elemento progre de la burguesía catalana –tan nacionalista, probablemente, como la de CiU, pero con otros gustos y más barcelonesa- el segundo ha sido un auténtico pilar del socialismo español, forjado en la tradición de izquierda más ortodoxa en una región industrial. Por tanto, el viraje del PSE necesita avales, no es creíble por sí mismo. Eso es lo que ZP se dispondría a ofrecer.

ETA aburre a las ovejas. Es incapaz de ofrecer nada nuevo. El mismo discurso maximalista, esta vez adornado por las sempiternas llamadas a la “internacionalización del conflicto” –abundando en las delirantes comparaciones con Palestina, con Irlanda o con sabe Dios qué situaciones-. Y aprovecha lo que le salga al paso.

Aquí las novedades, desde hace muchos años, las venimos poniendo los demás. Mal que nos pese.

viernes, noviembre 25, 2005

EL INTERÉS DE BARGALLÓ

Ayer traía a colación un panfleto publicado en el diario Avui que sólo merece el calificativo de vergonzante, y terminaba preguntándome si es que en Cataluña la tasa de tarados per cápita anda en alza desbocada. Casi al mismo tiempo, el presidente de Freixenet hacía un loable intento de capear el temporal que parece que se les viene encima con las navidades, por la vía de recordar la obviedad de que el cava no es más que un espumoso español que se produce en Cataluña. Naturalmente, a nadie se le ocurre poner en cuestión que el vino que producen en Sant Sadurní sea tan español como la sobrasada mallorquina, la torta del Casar o los piononos de Santa Fe... salvo al Consejero Jefe de la Generalitat de Cataluña.

El señor Bargalló –en los ratos libres que le deja su intensa actividad diplomática a favor de la admisión de la selección catalana a torneos internacionales de lo que sea (creo que el hockey sobre patines es la disciplina más popular – al menos casi todos sabemos lo que es, porque lo del ¿korfball, kraftball, kurball...? tuvo bemoles)- se dedica a reprender a los empresarios catalanes que, sin españolear a lo Manolo Escobar, lo que tampoco va mucho con el carácter de la gente de la terra, sostienen algo tan sencillo como que sus productos son españoles. Semejante afirmación, aunque sea con el solo objetivo de elevar las ventas, o frenar su caída, es anatema, antipatriótica y antiortodoxa. Por ende, ha de ser contestada. Sale, pues, el señor Bargallo a atajar la confusión, reforzando, claro, la determinación de aquellos que, tras la queja del bodeguero, casi habían flaqueado en su ánimo de pasar las fiestas con sidra El Gaitero o con Moët Chandon –según gustos y posibilidades económicas-.

No tengo ni la menor idea de si los empresarios catalanes son más o menos afines a según que proyectos, y tampoco osaría poner en duda la sinceridad de sus sentimientos para con el resto de sus compatriotas –me refiero a los españoles-, pero me parece completamente racional que intenten hacerse gratos a sus clientes. Y supongo que lo que uno esperaría del primer consejero del gobierno de su comunidad autónoma es verse apoyado en ese empeño. El diario El Mundo se pregunta hoy, con plena lógica, si es que esto es normal. ¿Por qué Cataluña tiene que aguantar un Gobierno que parece ser su peor enemigo?

El Gobierno de Cataluña es, sin duda, lo que quiere ser el Gobierno de España cuando sea mayor. Un ejecutivo que no es ya que no haga la vida fácil a sus ciudadanos, sino que gobierna contra ellos. Y es que parece que, quienquiera que sea el que está detrás de los supuestos boicots a los productos catalanes, quien más desea que prosperen es el Gobierno del Principado o, cuando menos, la muchachada de ERC que, junto al desquiciado presidente, parece estar al timón.

Creo que no yerran quienes así piensan. Los independentistas catalanes son los primeros interesados en esa lógica del contraboicot –porque el primer boicot es el lanzado por sus medios afines contra los productos del resto de España-. Harán lo que puedan para azuzarlo y obtener los réditos políticos del ambiente enrarecido. Por supuesto. Ellos saben que, tras una campaña de ventas mala o, en general, tras encontrar una y otra vez el rechazo del resto de los españoles, la sociedad catalana se irá cerrando más y más, para rumiar sus agravios en solitario. Al poco, nadie se acordará de que hubo un político impresentable que encendió la mecha, unos diputados descerebrados que redactaron un estatuto imposible... sólo quedará el “o ellos o nosotros”.

Y es que la táctica está probada, y no da malos resultados. Consiste en provocar el hartazgo más absoluto en el resto del país, generando rechazo por aburrimiento. Hace algún tiempo, un conocido, vasco de pro, me comentó cómo, en sus viajes a Madrid, había ido notando precisamente eso, la hartazón de la gente, el cansancio progresivo. Me decía que un taxista llegó a espetarle, entre bromas y veras, que “a ver si se independizaban de una p... vez”. Fue una experiencia, cuando menos, curiosa. Naturalmente, él estaba más que acostumbrado a oír, allá en el Norte, el memorial de agravios una y otra vez, soflamas independentistas y demás, pero no era consciente de que eso pudiera tener efectos en el resto del país. Pero los tiene. Y los vascos, antaño un pueblo simpático o, por lo menos, que no causaba ningún rechazo en el resto del país, pueden ser recibidos con miradas hoscas –naturalmente, nunca tan hoscas como las que dispersan a los de fuera algunos taberneros de la Guipúzcoa profunda, pero eso es otra historia. Conozco poca, muy poca gente, que diga ya que Euskadi es una de sus regiones favoritas para visitar, pasar fines de semana (aunque sí que es cierto que es “un país increíble”, como dice la publicidad – lo de allí es difícil de creer)... Buen trabajo nacionalista, pues.

Las sociedades vasca y catalana se han acostumbrado de tal manera a vivir en simbiosis con esa clase política desnortada que parece que ni se dieran cuenta de que lo que esa patulea dice y hace tiene efectos. Afecta a su imagen, les afecta a ellos, en definitiva. Deben creer que lo normal es lo suyo, o sea, “pasar de la política” –lo que en Euskadi implica, además, aceptar que “todos tienen sus ideas”, y ya se sabe lo que eso significa-. No se dan cuenta de que su pacto con sus políticos no es extensible, sin más, al resto del territorio. Que los demás juzgamos por lo que vemos, leemos y oímos –algunos creen que nuestro problema es, precisamente, ése, es decir, que carecemos de la imprescindible información local que es esencial para poner a cada uno en su sitio, pero me temo que no es tan sencillo.

Los tipos como Bargalló, en cambio, lo tienen claro. Hay que perseverar en la estrategia de la provocación, porque puede dar resultados a medio plazo. Lo chocante es que ya ni se molestan en disimular, y ahí puede estar su error. Yendo poco a poco, era más difícil que la gente se diese cuenta. Ahora, hace falta ser muy cerril para alegar ignorancia.

jueves, noviembre 24, 2005

UNA PERLA CATALANA

Me pasan un artículo aparecido, según leo, en el diario Avui. Léanlo. No tiene desperdicio. Dice, en suma, que el español es una “lengua de pobres”. Es más, el autor declara que sólo lo habla “con la criada y con algunos empleados”. Razona que, al fin y al cabo, países pujantes como los nórdicos tienen lenguas minoritarias –incluso más que el catalán-, en tanto que el orbe hispánico se caracteriza, precisamente, por una renta per cápita más bien modesta. Escribe el autor: “Hem de triar model: Noruega o afegir-nos a la caravana de la misèria. Només cal veure com les zones més riques de l'Estat tenen una altra llengua pròpia: i és evident que l'Estat el mantenim, pagant molt i molt, els que no parlem en tercermundista. És veritat que en espanyol s'han escrit pàgines d'una bellesa emocionant (muy agradecidos), però el destí dels països que el parlen ha estat històricament d'una fatalitat irrevocable.” Y termina: “L'independentisme a Catalunya està absolutament justificat encara que només sigui per fugir de la caspa i de la pols, de la tristesa de ser espanyol”.

Cualquier imbécil puede ser racista, clasista y además tan rematadamente ignorante como para creer que el desarrollo de los países, sobre todo históricamente, tiene que ver con la lengua que en ellos se habla. Cualquier débil mental, convenientemente adoctrinado en un sistema educativo que de educativo sólo tiene el título, puede sostener una visión del mundo y de la historia como la que se destila en semejante texto. O alguien suficientemente infantil como para calificar una lengua de “hortera” por su fonema “j” –como hace el que nos ocupa- (fonema, por cierto, existente en holandés – y Holanda es un país que goza de un elevado ingreso por habitante) Y, en fin, siempre habrá un minusválido intelectual para escribir algo así.

Pero lo sorprendente es que un periódico, a la sazón generosamente financiado con fondos públicos y de hecho salvado de la quiebra por las ayudas del erario catalán, publique semejante cosa. Es obvio que nadie se hubiera atrevido, en un periódico de cualquier otra región española, a publicar un texto semejante referido a Cataluña o los catalanes – ni siquiera en Euskadi es posible semejante cosa (quizá porque la abrumadora mayoría hispanoparlante pudiera sentirse algo incómoda, o porque la fonética eusquérica tampoco es de diseño). Pero es que, en la propia Cataluña, a nadie se le hubiera pasado por la cabeza –so pena de echarse encima a los ayatolás de lo políticamente correcto- escribir algo parecido respecto, digamos, al árabe como lengua y a los países árabes – y, ojo, que por los patrones del pavo que nos regaló esa perla, salen mal retratados: la renta es baja y mal distribuida, en los países árabes hace calor y, además, el árabe tiene una fonética con unas paradas glotales que son de lo menos chic.

Y es que parece que esto en Cataluña está más que tolerado. En realidad, como en todo país, región o reunión de amigos dominado por el medio progre, parece haber una fuerte asimetría a la hora de distinguir entre lo aceptable y la salida de tono. Como en toda España, será correcto todo lo que ataque a valores conservadores y, en menor medida, liberales. La especialidad catalana se centra en que también valen los ataques a España, lo español, el español y los españoles, por lo que se ve. No deja de ser chocante, sobre todo ahora que hay una encendida polémica sobre el maltrato a los catalanes en medios de prensa y radio, que algunos identifican poco menos que con una fobia.

Por supuesto, no digo que los catalanes no puedan tener razón en algunas de sus quejas –no en todas, me temo- pero es curioso, hasta la fecha, las salidas de tono más brutales se hayan publicado, precisamente, en medios de aquella comunidad –amenazas incluidas-, las cazas de brujas y las llamadas al auto de fe las estén protagonizando medios como El Periódico, que se decanta abiertamente por el recorte de la libertad de expresión de otros colegas, pero no parece tener motivo de queja contra el Avui y, por añadidura, el único boicot sobre cuya existencia no caben dudas aparece convocado de manera permanente en la página web de una institución, cómo no, subvencionada por la Generalitat.

Se diría, pues, que los catalanes están siendo muy activos en el proceso de erosión de su imagen en el resto de España.

La cuenta de resultados de Avui y su recurso continuo a la teta del Govern da fe de que estas cosas no son leídas de manera masiva por los catalanes, así que no creo que haya ningún motivo para pensar que la tasa de tarados per cápita –que también es poco dependiente de la lengua- se haya disparado en el Principado. ¿O sí?

martes, noviembre 22, 2005

HERNANDO NO SERÁ OPORTUNO... PERO TIENE RAZÓN

En nuestro sistema, no puede decirse, como hacía el juez Holmes hablando del derecho en los Estados Unidos, que éste consista en las profecías que los abogados son capaces de hacer acerca de las sentencias que en su día dictarán los jueces, pero tampoco, desde luego, que el juez sea, conforme al rígido adagio de los entusiastas de la división de poderes de la primera hora –cuando la fe en la ley rebasó todos los límites razonables para cualquier obra humana- “la boca que pronuncia las palabras de la ley”. Dejémoslo en que, al fin y al cabo, según afortunada expresión de algún autor cuyo nombre lamento no recordar: las leyes dicen lo que los jueces dicen que dicen.

Incluso un sistema como el español, eminentemente legalista, trufado de normas y donde la jurisprudencia no es stricto sensu, fuente de derecho requiere de la labor interpretativa del juez. Las más veces, claro, para suplir las lagunas que todo ordenamiento, aun el más perfectamente construido, tiene. Eso sucede en todo texto legal, salvo raras excepciones, cuanto más en los textos producidos por el legislador de una época caracterizada por una escasa higiene mental y un desprecio patente por el idioma. Las palabras son ambiguas, pueden tener varios sentidos y, es más, sus sentidos cambian con el tiempo. Huérfana del auxilio del juez, la ley es letra muerta a los pocos años de su publicación –eso las que no nacen ya con vocación de cadáver, según es regla frecuente en nuestro tiempo.

Pero es que, aparte de eso, la jurisprudencia –entiéndase como actividad de los jueces y tribunales en sentido amplio- no sólo fija conceptos, sino que los acuña. Los denominados “conceptos jurídicos indeterminados” (buena fe, enriquecimiento injusto, abuso de derecho...) toman cuerpo en forma de construcciones jurisprudenciales que, diga la ley lo que diga, adquieren carta de derecho, sencillamente por ser el único derecho existente.

La mayoría de los conceptos jurídicos que estamos acostumbrados a manejar, desde “propiedad” hasta “asesinato” son, en la práctica, el resultado de la obra conjunta del legislador y el intérprete. Y ni que decir tiene que legisladores e intérpretes distintos terminan por acuñar conceptos distintos, de forma tal que, al menos técnicamente, el asesinato en Francia y en España no son la misma cosa –esto, que puede parecer baladí, se traduce en un buen número de años de cárcel para el reo que vea su crimen calificado de manera más severa. La unicidad del concepto exige también, siquiera en última instancia, la unicidad del intérprete –dando por hecho que nos refiramos siempre al mismo legislador.

Se verá fácilmente que, con este largo prólogo, quiero expresar mi pleno acuerdo con la afirmación del juez Hernando, cuando dijo que normas jurídicas como el estatuto catalán, que tienden a fragmentar la unidad del poder judicial y, sobre todo, amenazan la función casacional del Tribunal Supremo, sea anulándola, sea reduciéndola más de lo razonable, pueden resultar en que un mismo concepto teórico derive en diferentes conceptos prácticos. Y los delitos no son una excepción. Nótese que Hernando no dijo, porque no es cierto, que el estatuto catalán vaya a otorgar a esa comunidad autónoma competencia en materia penal. No. Y ni falta que hace. Es más que suficiente que los jueces carezcan de una instancia superior que reduzca las interpretaciones a una única.

El delito de injurias presupone, por ejemplo, una ofensa “grave”, del mismo modo que la violación sólo lo será cuando la víctima haya opuesto “cierta” resistencia. Parece claro que si hubiera que aplicar el estándar de lo que considera “grave” un concursante de Gran Hermano, la injuria desaparecería del código penal, por falta de contenido, y que, sin llegar a la heroicidad, “cierta” resistencia puede significar desde un rechazo levemente vehemente a defenderse con uñas y dientes. Y creo que no hacen falta más ejemplos.

Todo esto, por supuesto, no es un secreto para Pepiño Blanco, que de tonto tiene lo justo. Pero es que los socialistas parecen verse víctimas de una conspiración, y jamás se les ocurre pensar que el clima de “crispación” –de tal calibre que hasta el Presidente del Supremo parece tomar cartas en el asunto- pueda deberse, quizá, a la enjundia de la salvajada jurídica que pretenden perpetrar. No es crispación, sino alarma, don Pepiño.

Es verdad que, desde cierto punto de vista, puede ser reprobable que Hernando haya concedido esa entrevista. Ciertamente, no es estético, y a la vista está que él, que siempre parece haber actuado como Presidente de un tribunal al que, por muy alto que sea, no compete más que juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, no se ha prodigado mucho en los medios en el pasado. Pero hay dos razones básicas por las que Hernando puede haber hecho la excepción.

La primera es que, además de juez, es Presidente de un órgano constitucional de naturaleza gubernativa. Un órgano que se ha visto increíblemente privado de la oportunidad de emitir un dictamen conforme viene siendo habitual en un tema tan trascendente. Es cierto que el CGPJ tiene, últimamente, tendencia al exceso, pero quizá andaría más comedido si no se le cerraran sus cauces naturales de expresión, como también se ha hecho con el Consejo de Estado.

La segunda que, tanto en una función como en otra, Hernando tiene el deber de guardar y hacer guardar la Constitución. Es verdad que su condición le impone limitaciones severas, pero no puede permanecer impasible ante lo que tiene trazas de auténtica andanada contra el cuerpo de la Carta Magna. Se da la circunstancia, además, de que contrariamente a lo que ha ocurrido en otras ocasiones, Hernando carece de funciones jurisdiccionales en el asunto que se discute –que en todo caso será competencia del Constitucional. Puede, por tanto, hacer uso de su libertad de expresión con moderación, ya que su imparcialidad no se ve comprometida –mejor dicho, tiene ocasión de dar testimonio de su absolutamente exigible parcialidad a favor de la ley.

Quizá el ministro Montilla podría tomar clases. Primero se examinan las competencias de uno y si, y sólo sí, la Autoridad no se solapa con el ciudadano, éste tiene derecho a hablar. Es fácil, pero hay que tener costumbre... y sensibilidad jurídica.

REPRODUCCIÓN DE UN ARTÍCULO DE PÍO MOA

Al parecer, según se explica más abajo, La Vanguardia habría negado el derecho de réplica a Pío Moa a un artículo en el que se le citaba en tono abiertamente crítico. Circula por internet acompañado de un texto explicativo que también se adjunta y en el que se solicita su reproducción por cualquier medio.

A ello procedo, sin alterar ni una coma y, naturalmente, dejando patente que las opiniones vertidas son propiedad exclusiva del señor Moa.

DEFENSORES DE LA DEMOCRACIA
Pio Moa

He mandado el siguiente artículo a La Vanguardia, en réplica a otro aparecido en dicho periódico. Comprendía que mi empeño tenía pocas probabilidades de éxito, pues en el “balneario” de la corrupción en que han convertido a Cataluña el frente popular de separatistas y sociatas, la libertad de expresión, y otras, está muy seriamente mutilada. Pero, como decía al final, esperaba que a los mandamases de la casa les picase la “honrilla” profesional. Ni por esas. Envié el escrito hace cosa de dos semanas, y llamé para saber si pensaban publicarlo. Me contestaron que naturalmente, sólo estaba pendiente el día. Llamo tres días después y me piden el teléfono para darme respuesta. Por supuesto, no llaman. Otros tres días, y vuelvo a telefonear yo. Ahora resulta que estaban estudiando la publicación, pero debía de ser un problema muy arduo, porque no decidirían hasta una semana más tarde, el viernes. Como la tomadura de pelo saltaba a la vista, estuve tentado de mandarlos a paseo, pero preferí esperar. Y el viernes, 28, insisto y me explican que no, que no piensan publicarlo, pero que puedo mandarles una carta al director con extensión máxima de 20 líneas. Esto es respeto a la libertad de expresión y al derecho de réplica, al estilo del balneario.

Conozco bien las fechorías de los nacionalistas contra la libertad de expresión, la asfixia de las voces discrepantes, bien organizada ya por Pujol y compañía, por medio de la corrupción y del chantaje por medio de la publicidad institucional y otras vías. Ante tal situación de semidictadura, muchos se preguntan qué hacer. Pues bien, si está usted en Cataluña, no baje la cabeza ante quienes están hundiendo a esa región, y a España entera, en un pantano de silencio y totalitarismo. Difunda este artículo, y otros muchos de interés, entre sus conocidos, instándoles a que los difundan a su vez, repártalos en su trabajo, cuélguelos a blogs y foros de internet, haga fotocopias, envíe cartas de protesta a la prensa, aunque no se las publiquen, trate de hacer, por todos los medios, que miles de ciudadanos conozcan otras voces que las de los “predicadores del odio con palabras suaves”, como tan acertadamente definió a Pujol el comunista Anguita (algún acierto hubo de tener).

Están en juego algo más que intereses particulares. No caigamos en la pasividad, demos la batalla de la opinión pública, contrapesemos con la actividad de todos el granhermanesco dominio mediático de los enemigos de la democracia y de la unidad de España. Denunciemos cada una de sus vilezas.

He aquí el artículo que envié a La Vanguardia:

En un reciente artículo, D. Antoni Puigverd llamaba “sembradores de odio” a Aznar, Jiménez Losantos y otros que defendemos la democracia española, y establecía un paralelismo extraño con Yugoslavia. Alguien capaz de tal confusión no cambiará de idea por una simple réplica, pero la libertad exige que los lectores tengan otra versión.

A mi juicio y al de muchos otros --más cada día-- la Constitución está hoy seriamente amenazada. Parte de la amenaza viene de los separatismos vasco, gallego y catalán, que desde hace años se proponen una Segunda Transición, de la democracia a la desmembración de España, pretextando que no acaba de resolverse el problema del “encaje” de estas tres regiones en el “Estado”. Problema creado y exacerbado sin tregua por dichos separatismos, precisamente.

Un gran paso reciente en esa línea ha sido el estatuto aprobado por el Parlament. No es de autonomía, pues implica la separación práctica bajo una tenue cubierta que permitiría a los nacionalistas catalanes intervenir sin contrapartida en el resto de España (ya ocurre en la relación PSC-PSOE). Tal es la ambición originaria del nacionalismo catalán: hacer de Cataluña una nación aparte, supuestamente superior, más europea, que el resto del “Estado español”, pero manteniendo con éste unos leves lazos políticos, a fin de dirigirlo en provecho propio. Y de paso evitarían el riesgo de quedar excluidos de la Unión Europea. La maniobra recuerda las advertencias de Azaña sobre la tortuosidad de esos nacionalistas: “son como la yedra”. Quieren liquidar la Constitución mediante un hecho consumado y como quien no quiere la cosa. Sus pretensiones, de cumplirse, crearían en toda España una polarización y una crisis política de imprevisibles efectos, y debe quedar claro desde el principio quiénes están provocando el proceso balcanizante.

El estatuto es antidemocrático, basado en ideas histórica y demográficamente falsas, como que el idioma “propio” de Cataluña es el catalán, con exclusión del español común que vincula la región al resto del país. No sólo el español común es la lengua de mucha de la mejor literatura catalana, sino que, por su extensión y prestigio en el mundo, aporta a Cataluña una riqueza invalorable (y no mal aprovechada). Además, la mitad de los catalanes lo tienen por lengua materna. La concepción del estatuto, sectaria y contraria al pluralismo democrático, ataca también ahí la Constitución que establece las libertades en toda España, incluyendo, desde luego, el Principado.

Aquellas ideas sectarias han hecho de Cataluña y las Vascongadas las regiones con menos democracia de España. En Vascongadas la acción concertada de quienes sacuden el árbol y quienes recogen las nueces ha anulado en gran parte las libertades. En Cataluña no ha llegado tan lejos el proceso, ni la relación con los terroristas ha sido tan directa, pero también ahí los separatistas han concluido con los asesinos acuerdos que sólo se pueden calificar de gangsteriles, y también ahí el déficit de libertad es grave y creciente. Y no por primera vez en el mundo unos parlamentarios imbuidos de mesianismo degradan un Parlamento votando medidas contra la democracia.

El señor Puigverd afirma: “en lo que respecta al Estatut, nada impide, a pesar del reticente lenguaje en el que ha sido redactado, que se convierta en un instrumento para mejor encajar Catalunya en España. Nada lo impide si, naturalmente, tiene lugar una democrática y respetuosa negociación”. ¿Reticente? Buen eufemismo. ¿Negociación democrática? Muy bien. ¿Y por qué no negociar, en vez de unas normas desestabilizadoras, otras que garanticen las competencias básicas del Estado contra la escalada secesionista, o los derechos de los castellanohablantes, o que la enseñanza pública no se convierta en aparato de propaganda de un o unos partidos, o que minorías sobrevaloradas no impongan su voluntad mediante una ley electoral defectuosa?. Esto favorecería la democracia y la estabilidad del país, y también el “encaje” de Cataluña, mientras que cualquier avance en la dirección actual nos lleva, con toda evidencia, a los Balcanes.

¿Y qué decir del respeto? Empieza el señor Puigverd por referirse a mí de modo muy ofensivo, cosa poco importante porque no ofende quien quiere. Pero necesitaríamos muchas páginas para reseñar las agresiones verbales y no verbales, los desplantes y ofensas de todo género realizadas estos años por los nacionalistas catalanes, en todos los medios de comunicación, contra los sentimientos e intereses de los españoles en general. No parece muy sincero invocar el respeto cuando ya esas actitudes empiezan a generar irritación y respuestas a veces destempladas.

Un truco, de corte totalitario, que utilizan mucho estos señores, consiste en confundirse con Cataluña y motejar de “anticatalanista” cualquier crítica a ellos. Lo mismo hacían antaño los falangistas con respecto a España, lo cual indica algo. En cuanto a mí, nunca he confundido a Cataluña con las piruetas lamentables de los nacionalistas, con sus epopeyas irrisorias (La Triple Alianza de 1923, amenazando con la lucha armada, el esperpento de Prats de Molló, la rebeldía por la Ley de contratos de cultivo o la rebelión del 6 de octubre del 34…), ni con su costumbre de pasar la hipocresía por moderación. Ese nacionalismo siempre ha desestabilizado los regímenes de libertades, fueran la Restauración, la República o la democracia actual, y cuando, en parte por sus acciones, llegó una dictadura, jamás ha sido capaz de hacer oposición real a ella. Creo que el nacionalismo sólo ha aportado a Cataluña convulsiones y una combinación de victimismo y narcisismo a menudo eficaz (fue la base del éxito de Hitler), pero que rebaja a quienes la promueven o la adoptan.

La petición del señor Puigverd no puede ser más reveladora: amordazar a los medios de expresión que le disgustan, acusándoles de “sembrar el odio” y so pretexto de “responsabilidad” de los periodistas, un lenguaje bien conocido en el franquismo. Yo no me opongo a que los muchos señores Puigverd de toda España expongan sus opiniones, siempre que quienes discrepamos de ellas podamos hablar también. Pero este señor pretende extender al resto de España la censura que los nacionalistas han logrado imponer ya de hecho en Cataluña, y de la que tengo buenas pruebas. Escribo este artículo a La Vanguardia sin la menor seguridad de que me lo publiquen, aunque con la esperanza de que les pique la honrilla profesional y democrática. Después de todo llevamos más de un cuarto de siglo de vigencia, aunque relativa, de la Constitución, y algo de su espíritu debe quedar todavía.
PIO MOA

lunes, noviembre 21, 2005

CRISIS PALIATIVA, QUE NO CURATIVA

Si hemos de creer a los periodistas de El Confidencial, el Esdrújulo se estaría viendo presionado por el Partido para hacer, a no mucho tardar, una crisis de Gobierno. Así, se trataría de hacer unos cambios aquí y allá, en particular para retirar a algunos ministros que, por su “perfil bajo” dejarían expuesto en exceso al Presidente. Juzgan los entendidos en materia de comunicación que, por su andar agazapados, no cumplen con la función de parapeto o cortafuegos que corresponde a todo cabecera de departamento ministerial que se precie.

Creo que los analistas yerran en el diagnóstico, y la verdad es que me sorprende, porque este tema de la comunicación solía dárseles más que bien, vamos, que daban sopas con honda a los de enfrente, que en esto no han mejorado mucho, la verdad.

No se me entienda mal. No digo que no haya razones para acometer una remodelación del Ejecutivo. Con independencia de otras consideraciones, tenemos un Gobierno malo de solemnidad, incompetente hasta decir basta. Tan es así que, ahora, en estos días tan dados a las retrospectivas, cae uno en la cuenta de que pecábamos de bisoñez al creer malos a otros gobiernos anteriores. Medidos con la vara zapateril, ni el peor de los ministerios de los anteriores treinta años deja de ser un equipo muy pasable. Corruptos, indecentes, antipáticos y con sus errores... pero nada que ver con esta incapacidad a chorros. Ninguno de los gobiernos anteriores ha sido, en acertada descripción de Rajoy –y perdóneseme sino acierto exactamente con sus palabras- como una asamblea de universitarios dirigida por... y aquí ponga cada cual lo que le cuadre.

El cambio de algún miembro de la alegre muchachada monclovita por una persona cabal y sensata –suponiendo que alguien más, ahora que ya se ha visto lo que esto puede dar de sí, quiera seguir los pasos de Solbes- sólo puede hacer bien al país, pero dudo que beneficie al PSOE, que es lo que se está buscando.

Y es que parece que los socialistas aún no se han enterado de que su principal pasivo es el propio presidente del Gobierno. Su problema es exactamente el inverso al que tenía el PP. La derecha tenía un aceptable producto y una pésima estrategia de venta, en tanto que los socialistas, contra lo que puedan pensar, no tienen una estrategia comercial tan mala –y ahí está el aguante en las encuestas para demostrarlo (sí, ellos ven una caída libre, pero es mucho menos que proporcional a la estulticia demostrada)- y sí un producto terriblemente averiado. Obsérvese que es, también, una situación inversa a la que durante mucho tiempo se dio en el felipismo: la figura de González era el último baluarte tras el que guarecerse cuando la crítica arreciaba, de tal suerte que él solito fue capaz de ganar sus últimas elecciones, allá por el 93, con un Ejecutivo terminal.

Es verdad que los ministros no dan la cara lo suficiente, pero es que salvadas la regularización de inmigrantes de Caldera y la debacle de la política exterior, tampoco ellos son muy responsables de las iniciativas que están haciendo más daño al Gobierno. Los proyectos que más escuecen al respetable, y en especial el malhadado estatuto catalán, llevan la firma de esta desventura que nos hace el Cielo y atiende por José Luis. Está en el ojo del huracán porque se ha metido ahí él solito.

El socialismo está, para bien y para mal, impregnado del “efecto Zapatero”. Para mal porque, cuando el problema reside en el timón, es complejo enderezar el rumbo de la nave. Y para bien porque cuando el problema es casi personal, aún hay lugar para la esperanza, para el socialismo y para el país. Si mi tesis es correcta, bajo la espuma zapateril debería seguir habiendo un socialismo igual de malo que sus pares europeos, es decir, anticuado, desnortado, sin ideas... con tantas carencias como sus rivales de la derecha pero aceptable como alternativa. Desde luego algo sustancialmente distinto a la cosa esta indescriptible.

No pretendo, en absoluto, que el fenómeno ZP no pueda causar daños profundos, pero no puede ser que todo el trabajo realizado por la socialdemocracia española durante treinta años haya desaparecido por ensalmo. Algo debe haber ahí aún. Algo en lo que, en su caso, basar esa “gran coalición” de la que hablaba Felipe González. Es seguro que, además, muchos socialistas coinciden con este diagnóstico, y son plenamente conscientes de que es probable que el país no sobreviva a un período prolongado de zapaterismo en vena pero, desde luego, el partido tampoco.

Los Moratinos, Trujillo, Espinosa y compañía son negados... pero su capacidad para el despropósito es como su cartera, departamental. No se les puede achacar el desmoronamiento del Estado, ni el del socialismo español. No tiene talla ni para villano protagonista en una película de serie B.

domingo, noviembre 20, 2005

VEINTE DE NOVIEMBRE

Si el calendario no miente, hoy es veinte de noviembre y, por tanto, se cumplen treinta años de la muerte de Franco y del inicio del fin del franquismo. Mal día es este para la reflexión, cuando aún escuece la monumental soba, que nubla el entendimiento, propinada ayer por un imponente Barça –olé la categoría de los Ronaldinho, Eto’o, Xavi y compañía, y olé la deportividad de un Bernabéu que hizo honor al nombre que lleva- al menesteroso Real Madrid que es el equipo de uno (ya ven, español, heterosexual, madridista y liberal... si es que me pilla el toro por todos los lados en estos tiempos). Pero la efeméride lo merece.

Quizá el mero hecho de que la muerte del franquismo como régimen coincidiera con la desaparición física de Francisco Franco –el que no sucediera antes, ni tampoco después- es muy ilustrativa.

Muy ilustrativa, en primer lugar, de la naturaleza personalista del régimen. “Franquismo”, dícese del régimen político en el que manda Francisco Franco. No hay otra definición posible, u otra definición que pueda cuadrar al sistema político imperante en España durante cerca de cuatro décadas, en particular por su capacidad de mutación, manteniendo como solas constantes a la persona de Franco y, por supuesto, una absoluta diferencia con las democracias liberales. De hecho, quizá, la democracia occidental liberal es, de las grandes formas políticas conocidas, la única con la que el régimen de Franco nunca tuvo nada en común. Si se repasan todas las demás y se toma en consideración el franquismo en toda su extensión, desde 1939 a 1975, se hallarán similitudes. Hubo desde marcados ecos totalitarios, hasta coincidencias con los regímenes socialistas, pasando por guiños al populismo y a las dictaduras militares americanas. La desesperación de los aficionados a las taxonomías.

No hace mucho, en televisión, Charles Powell, citando a Juan Linz, afirmaba que España era, en los años sesenta, una anomalía en la regla que ligaba, casi con fuerza de ley en la ciencia política, desarrollo y libertades. Y es que España empezaba a desarrollarse, y muy rápidamente además, pero no se atisbaban cambios sustanciales en la estructura del régimen. Como acabamos de decir, la anomalía es doble, por cuanto no debe concluirse que esa ausencia de cambios verdaderamente profundos se correspondiera con un total inmovilismo. La “dictadura evolutiva”, o cambiante según el viento, podríamos llamarlo.

Muy ilustrativa, por otra parte, la evidencia que muchos se resisten a asumir. Que Franco se murió en la cama, hecho un guiñapo. Hecho una lástima, cierto, pero apartándose del poder única y exclusivamente en las fases de pérdida de consciencia. Es cruel, muy cruel, pensar en el anciano ochentón que, solazándose con viejos cánticos legionarios, firmaba sus últimas sentencias de muerte pasándose las reclamaciones de Su Santidad –que en lo personal dolerían lo que fuera, pero no doblegaron la voluntad del dictador- por salva sea la parte. Y, si le dejan, igual hubiera minado la frontera del Sahara, y sabe Dios cómo hubiera terminado la Marcha Verde. Hubiera bastado con haberle tosido, o darle un empujoncito fuerte... pero nadie se atrevió.

Es interesante reflexionar acerca de por qué aquello duró tanto, sobre lo que hay mucho y muy interesante escrito ya. Existe, claro, la obvia explicación política de que el régimen fue capaz de desarrollar las redes de intereses que son conditio sine qua non para la supervivencia de cualquier aparato de poder. Estuvo también, sí, la lealtad del ejército, que no creo que le faltara a Franco en ningún momento –lo cual no obsta, claro, a que determinados sectores del estamento militar se preguntaran qué podría suceder después de Franco y concluyeran cabalmente que el franquismo no podría continuar- y la de la Iglesia, antes de que decidiera abandonar el barco (recordemos que a S.S. el papa Pío XII, España y Portugal le parecían arquetipos de lo que un estado debía ser –confesional, por supuesto- pero luego vino el Concilio, las misas dejaron de decirse de culo y en latín –esto último, lamentable- y, afortunadamente, las cosas tomaron derroteros más modernos y, sobre todo, más evangélicos).

Pero todo lo anterior, las explicaciones basadas únicamente en un análisis de equilibrio de poderes, tiende a minusvalorar el importantísimo componente sociológico, esto es, la relativa conformidad de los españoles con un sistema que trajo paz y desarrollo, a cambio de una renuncia a libertades y valores que, no estando muy claros para la mayoría, sí se habían encontrado en la raíz de todas las convulsiones de la primera mitad del siglo. Esto es, el franquismo pudo ser sobre la psiqué de una sociedad profundamente traumatizada, que llegó poco menos que a excusar al régimen de su más que relevante papel en la orgía final de violencia en que desembocó el torbellino en que se convirtió la vida española desde la crisis de la Restauración. Orgía, por cierto, que, si hemos de creer a algunos historiadores militares, se prolongó mucho más de lo necesario, no tanto con el fin de superar al adversario como, quizá, de grabar a sangre y fuego en la memoria de la población un muy justificado terror a los horrores de la guerra y, por tanto, sentar las bases de un chantaje permanente (o esto, o el caos) que resultó muy eficaz.

Cuentan aquellos que participaron de un cierto movimiento opositor que, fuera del sindicalismo –que el franquismo sí identificó como peligroso y combatió con saña-, lo más que se podía formar con todos los adversarios del régimen era una tertulia. Es más, desde muy temprano, según algunos, se puso en evidencia que el posfranquismo iba a gestionarse desde dentro del régimen o que, al menos, así iba a intentarse. Tan claro parecía ese estado de cosas que, incluso, la oposición de izquierdas acomete un relevo generacional para dar paso a una nueva hornada de líderes –el más destacado, claro, Felipe González- cuyo denominador común es el ser de dentro, el haber crecido en el seno del país y, por tanto, tener un conocimiento directo de la realidad española. La izquierda más avezada entendió enseguida que la legitimidad del exilio iba a servir de poco en una solución que no iba a pasar por ningún tipo de vuelta al pasado o un restablecimiento de ninguna continuidad, sino por un pacto político que, mirando al futuro, tendría la consecuencia necesaria de dar plena carta de naturaleza al franquismo.

Ése es, en suma, el precio de la transición. El estado español que hoy vivimos no es el estado del 31, sino el del 37, pasado por la Constitución. El sapo que hubo que tragarse es el de dar al franquismo un lugar en la historia, sencillamente porque los españoles se lo habían otorgado. Es una etapa más, que no puede ser revisada, levantada ni ignorada, sino entendida y, sobre todo, aceptada. La ganancia compensa la posible pérdida, y con creces, o eso parecieron entender quienes tenían un inmenso memorial de agravios que decidieron soslayar a cambio de un futuro.

La dichosa “recuperación de la memoria histórica” pretende, alanceando moros muertos, ganar esa batalla, superar la vergonzante –según algunos- aceptación de la realidad, el pragmatismo que caracterizó a aquella época. Ayer, el diario El Mundo recordaba el dato, sólo aparentemente paradójico, que donde las nuevas generaciones ven un agujero negro, en el franquismo (bueno, las que ven algo, que son las generaciones que no vivieron el régimen pero tampoco se educaron con la Logse, es decir, no fechan a Franco como contemporáneo de Espartero), las que vivieron el régimen de Franco, y especialmente las que lo vivieron en sus épocas más crudas, que son los más ancianos, ven una amplia gama de grises. Es un empeño absurdo, una ridícula manera de dar de nuevo alas a un espíritu que yace bajo toneladas de granito.

Personalmente, me duelen las continuas apelaciones a la “democracia” o a la “España nueva”. Pienso que, en suma, hace ya treinta años, que España es una democracia de pleno derecho, consolidada, y que ya no hay, por tanto, “anomalía española”. Pero treinta años es poco para construir una democracia sin demócratas, a la vista está. La anomalía quizá ya no existe a ojos de los extranjeros, pero aún vive con fuerza entre los españoles.

La conclusión, por tanto, es que treinta años es el tiempo justo para empezar a manipular los recuerdos, demasiado lejanos para ser conservados con todos sus matices, pero suficientemente cercanos como para que la demagogia surta efecto. Aún estamos a tiempo, levantemos, junto a la Cruz del Valle, un monolito de doscientos metros, a la inveterada estupidez española. Y que, en lugar de evangelistas, lo flanqueen cuatro espantajos goyescos, representando: la cuestión nacional, la cuestión religiosa, el complejo de inferioridad y la querencia por la soflama. Podríamos terminarlo con una leyenda: aquí yace España, víctima de su propia imbecilidad... eso sí, lo pondremos en todas las lenguas del país. Eso es lo que parecen buscar algunos.

sábado, noviembre 19, 2005

¿Y QUÉ TAL "CERCANÍAS ULTRARRÁPIDO"?

A estas alturas, creo que es ya difícil negar que el nacionalismo es una enfermedad peligrosa, no sólo porque es capaz de volver irreconocible el comportamiento de los que lo padecen sino porque induce otras patologías en aquellos que, en principio, no parecerían sufrirlo en la misma medida. Véase, si no, la, a mi juicio, absurda polémica acerca de la “E” del AVE a Toledo o, más bien, de la que no tiene el tren que –según la campaña publicitaria- une ya las Puertas de Alcalá y Bisagra. No conviene deslizarnos pendiente abajo, porque vamos a terminar en la paranoia más absoluta.

AVE significó en su día “alta velocidad española”, sí, pero el caso es que ha devenido una marca comercial e, incluso, antonomasia. “Ave” es como llamamos los españoles a todos los trenes de alta velocidad. Otro tanto ocurrió con el propio nombre de la entrañable empresa que presta el servicio en nuestro país. Cuando nació, allá por el año de Maricastaña, se dio en llamarla RENFE, que es acrónimo de Red Nacional de los Ferrocarriles Españoles, si no me falla la memoria –y, dicho sea de paso, ahí siguen estando las señas de identidad para quienes las busquen, serán “av” o “ave”, pero siguen siendo de RENFE y, por tanto, españoles y nacionales-. Pero con el tiempo devino también simple nombre comercial y hoy es lícito escribir "Renfe", sin emplear mayúsculas –como, por cierto, hace la compañía en su nuevo logotipo. Es también antonomasia para referirse al servicio ferroviario en su conjunto, y es corriente, en muchos sitios de España, oír “voy a la Renfe” por, “voy a la estación”.

Bien está que así sea, porque lo que nació como servicio monopolístico –como el monopolio natural por excelencia- enfrenta ahora, al menos en teoría, la posibilidad de competencia. Ya no es lícito, por tanto, que se sigan usufructuando siglas cuasiestatales por parte de la que no es sino una empresa más, aun cuando sea la única y sea pública. Igual sucedió ocurrió en Italia, donde las FS –Ferrovie dello Stato-, acrónimo, se convirtieron en Trenitalia, marca comercial o en el Reino Unido, donde ya no hay British Rail. Por la misma razón, los estancos tuvieron que dejar de emplear la bandera nacional como parte de su signo identificativo.

“Ave”, pues, amén de designar en el imaginario de los españoles ese símbolo de la modernidad que es el ferrocarril de alta velocidad –y una clase de trenes, diferentes de los “Talgos” (¡ajá!, he aquí otro caso, ¿recuerdan ustedes que el TALGO era el “tren articulado ligero Goicoechea-Oriol”?) o los “cercanías”, por ejemplo- designa un producto concreto de Renfe. Ese y no otro. Y he aquí la clave de la cuestión, porque si la compañía empleara la misma denominación para designar a su servicio Madrid-Toledo que a su servicio Madrid-Sevilla induciría a error.

En realidad, más que omitir la “E”, lo censurable sería, por el contrario, incluirla. El tren que une Madrid y Toledo ni viaja a la misma velocidad que el que enlaza Madrid con Sevilla, ni los viajeros van a recibir idéntico servicio. Supongo que por razones plenamente lógicas, Renfe no ofrece los mismos elementos en un Córdoba-Sevilla que en un Sevilla-Madrid.

El abuso de la sigla, convertida en marca, es fuente de no pocas desilusiones porque, mientras que todos aspiran al modélico e idealizado servicio que va a Sevilla, lo cierto es que no siempre va a ser así. Ni falta que hace, habría que indicar. No siempre va a ser posible, ni rentable, alcanzar las mismas velocidades. Los trenes más rápidos cubren el recorrido Atocha-Santa Justa en unas dos horas. Dado que median quinientos cincuenta kilómetros, más o menos, sería de esperar que el Madrid-Valladolid, que es menos de doscientos, se vaya a cubrir en menos de una. Esto, evidentemente, no será así, ya que parece que el tiempo de viaje proyectado es de cerca de una hora y media. Ir de Atocha al Campogrande en hora y media, parando en Segovia y todo, es, sencillamente, algo sensacional, pero diferente de lo otro.

Dejémonos de paranoias y de siglas, y permitamos que las palabras –“ave” en su sentido ferroviario ya lo es- cumplan bien su función de designar a las cosas, sin lugar a confusiones. Para ello, apliquemos la regla de “al pan, pan y al vino, vino”. Si un ave hace una media de doscientos cincuenta kilómetros a la hora, algo que viaja a ciento cuarenta de promedio –hay 70 kilómetros entre la Capital del Reino y la Ciudad Imperial- será un avecilla, un avechucho, un pichón, un perdigón o un polluelo, lo que se quiera. También le podían haber puesto “cercanías ultrarrápido”, que es lo mismo que “ave lento” pero sin desdoro.

A todo esto, es posible que el pacto del Tinell diga que los trenes deben dejar de nombrarse con la “E”, pero es que a veces se puede llegar al mismo resultado a través del sentido común y por las vías aberrantes del nacionalismo. Si censuráramos todo lo que agrada al frenopático identitario por ese solo hecho, íbamos de ala, créanme.

viernes, noviembre 18, 2005

LA DE CAL Y LA DE ARENA

El editorial de hoy en El País, titulado “La Hora del Pacto” es, a la vez, interesante e ilustrativo. Ilustrativo porque aparecen en él dos de las más interesantes ideas-fuerza del progresismo en esta materia.

La primera es la distribución de responsabilidades por igual. Es, por supuesto, cierto que todos los que han pasado por la poltrona en España, por ese solo hecho, han adquirido un cierto grado de corresponsabilidad en la situación de los principales problemas del país. Es, también, cierto que el deterioro de la educación española en cuanto a nivel de exigencia viene de antiguo, cosa que no sucede, sin embargo, con los problemas de convivencia en los centros u otras cosas por el estilo.

Los problemas nuevos lo son porque nuevas son las circunstancias sociales de las que derivan en parte y, por tanto, no pueden achacarse a épocas anteriores. Todo lo anterior es verdad, pero no empece para que pueda identificarse un hito nefasto, que es la redacción y entrada en vigor de la Logse, y un responsable principal, que es el Partido Socialista.

Es cierto que el PP no derogó la ley, que es lo que debía haber hecho –o quizá, al menos, sus principios básicos. Y es cierto que tardó en acometer el problema en su verdadera raíz. Antes no pudo y cuando pudo... se encontró con una derrota electoral que trajo consigo la paralización de sus tímidos esfuerzos de mejora. No es cierto, pues, que ocho años de PP sean equivalentes a catorce de PSOE. Por añadidura, el diseño, discusión y puesta en práctica de una ley de esta envergadura lleva su tiempo.

Es cierto que buenos no son, ninguno. Pero ello no implica que todos sean iguales.

La segunda idea-fuerza, y la segunda falacia, es la de la supuesta discriminación de la escuela pública a favor de la concertada, al no verse esta última en el trance de tener que acoger a “alumnos con dificultades” –que es una forma eufemística de decir emigrantes-. Demos por bueno el argumento, pese a que es incierto ya que, para empezar, también hay inmigrantes en la concertada y, para seguir, probablemente esa falta de equilibrio tenga alguna explicación, siquiera parcial (superpóngase en un mapa la distribución de colegios concertados y cásese con la distribución de inmigrantes por zonas, súmese el peso que las propias leyes otorgan al domicilio como criterio de selección, y quizá se alcance alguna conclusión). Ocurre algo parecido a lo que sucede con el manido recurso a la falta de financiación –otro argumento recurrente del que, esta vez, El País nos hace la merced de eximirnos- que, siendo cierto que los recursos pueden ser insuficientes, ello no explica la correlación negativa que existe entre inversiones y rendimiento (poco o mucho, a más dinero invertido... ¡menos resultados!).

El problema de la inmigración es mucho más reciente que la acusada preferencia de los padres españoles por los colegios concertados, a los que acuden no tanto por amor por los idearios como por desconfianza en un sistema público desprestigiado. A partir de ahí, entramos en un círculo vicioso. Es verdad, como dice El País, que no se deben consolidar “privilegios” de la concertada, pero ello no debe conducir necesariamente a la solución socialista, que es siempre la igualación por abajo, sino, quizá, a que de una santa vez alguien concluya que se podría probar a importar al sistema público aquello que existe en la concertada, es barato de lograr y, además, los padres valoran en extremo, como es un régimen de disciplina aceptable.

Con todo, decía que el artículo es interesante porque apunta dos ideas que no por evidentes son menos valiosas, precisamente porque aparecen en el diario gubernamental.
En primer lugar, la aceptación del diagnóstico. Es verdad que aún no se ligan síntomas con causas. Aún no se atreven a decir que la Logse es un crimen de lesa patria. Pero reconocen que esto no puede seguir así. Insisto, dada la tendencia al escapismo y la absoluta falta de conformidad con la realidad cuando esta es desagradable –y fácilmente achacable a los nuestros- esto es un triunfo.

En segundo lugar, el reconocimiento de la necesidad de pactar. Bien es verdad que El País lo presenta más como una amenaza –cogiendo carrerilla para una posterior atribución de responsabilidades- que como una conminación a quien más generoso puede mostrarse, que es el Ejecutivo. Parece claro que esta proclividad al acuerdo obedece a la necesidad imperiosa de recuperar la maltrecha imagen del Gobierno, de que haya al menos un asunto que no se convierta en un nuevo frente. Congratulémonos, sea cual sea la razón. Incluso ERC parece estar reconociendo que pudieron haberse pasado con el Pacto del Tinell.

Por una vez, la de cal y la de arena. Deben verse mal.

jueves, noviembre 17, 2005

LADRAN, LUEGO CABALGAMOS

Me ha encantado leer esta mañana que los chicos de “Desde el Exilio” (sírvanse ustedes utilizar con frecuencia el enlace que encontrarán en la columna de la derecha, porque merece la pena) son percibidos por el Gobierno, entre otra gente de bien, como una amenaza. En realidad, teniendo en cuenta cómo es el Gobierno, me cuestionaría seriamente la oportunidad de seguir compartiendo alojamiento en Red Liberal si fueran elogiados. Es todo un honor ser su vecino, la verdad.

La blogocosa hace pupa, parece. Y no es para menos. La parroquia izquierdosa anda de los nervios con la libertad de expresión. Lo de la COPE está cogiendo tintes de cruzada, y creo que el amigo Carlos Herrera ya ha recibido el primer zarpazo.

Comprendo que no es lo que ellos esperaban encontrar. Vuelta que era la normalidad –porque para ellos siempre es anormal que gobierne otro- lo lógico hubiese sido esperar una reproducción de los patrones del felipato, es decir: la oposición política debería haber desaparecido, la gente discrepante debería estar callada, los medios no correctos quedar silentes y, sobre todo, internet y los móviles no deberían existir.

Lo de la oposición falló, de entrada. No es que el Partido Popular se desenvuelva con mucha soltura, pero no se ha disuelto como un azucarillo. Los socialistas han perdido de vista las razones de su victoria electoral, tanto que ni siquiera aciertan, se conoce, a distinguir las enormes diferencias con la primera vez. A UCD no la descompusieron las elecciones, sino que fue a las elecciones descompuesta. Felipe González alcanzó la Moncloa, al fin, mediando un auténtico harakiri del pseudopartido político que, hasta entonces, ostentaba la mayoría. Por el contrario, el edificio del PP era razonablemente sólido, tanto que alguien decidió que era necesario volarle los cimientos, literalmente. Es tan poco lo que ha pensado el Esdrújulo en los sucesos del 11M que, por lo visto, pierde de vista que sin semejante salvajada, la historia de España sería muy otra. Así pues, primer contratiempo: la oposición se niega a autodisolverse, que es lo que se esperaba de ella.

Segundo problema. Hay un número relevante de medios no adictos, porque Polanco aún no ha sido capaz de coparlo todo –y, ojito, hagan el favor de sintonizar lo de Gabilondo de vez en cuando, porque como el amo considere que los índices de audiencia son bajos, puede que terminen prohibiendo los demás canales-. Es verdad que están dispersos y en lugares como Cataluña son virtualmente inexistentes. Pero existen. Y no solo existen, sino que, por más que ello suponga poner en riesgo la licencia, se atreven a criticar, no ocultan las vergüenzas de nuestro particular PRI. Y, además, algunos ponen en ello dosis enormes de demagogia. O sea, como si Carlos Carnicero les hubiera dado un cursillo de entrenamiento en la Selva Lacandona. Resulta, mira tú por dónde, que el modelo de la SER puede funcionar contra cualquier gobierno, y si alguien puede decir sin prueba alguna que “sin duda había suicidas en los trenes del 11M”, otro alguien puede afirmar que “la prima de la cuñada de la sobrina del hermano del jefe de policía de Marruecos es militante del PSOE desde el día 12, y saquen ustedes conclusiones”. Y, a dormir.

Lo que ocurre, claro, es que para desgracia de los adictos, los niveles de inutilidad del Gobierno son tan enormes que no hace falta ni recurrir a la demagogia –lo que no obsta para que se haga uso intensivo de ella por amor al arte-. ¿Hay algo más ilustrativo que reproducir, literalmente, las declaraciones de la ministra de vivienda, por ejemplo? Para qué inventar nada, cuando la realidad ofrece estas perlas.

Y para redondear el círculo, internet, los móviles, y los bloggers, que son todos unos fachas redomados –creo que era Carmen Rigalt la que decía que en la blogocosa hay mucho neocon agazapado-. Mira tú por dónde, lo del “pásalo” hizo fortuna, y resulta un poco chocante que algunos, los inventores de la cosa precisamente, se extrañen.

Nuestra izquierda empieza, pues, a parecerse a estos fabricantes de armas químicas a las que ni se les pasa nunca por la cabeza que podrían ser usadas contra ellos mismos. Y eso que la tecnología es de fácil acceso –no la de las armas, espero-. Pero, claro, ellos conciben el mundo desde su superioridad moral. Ese es el problema de fondo. La crítica les pone de los nervios, sencillamente, porque les resulta, amén de novedosa, inconcebible. Es de buen tono, por ejemplo, mofarse de los católicos y sus creencias, pero es absolutamente inconcebible que alguien haga lo mismo con otras convicciones políticamente correctas; es del todo normal que los “intelectuales” del cine conviertan cada ocasión que tienen en la oportunidad de lanzar un exabrupto contra la mitad de los españoles que los sostienen con sus impuestos, pero es fascista y anticultura pretender que esos impuestos se reduzcan o, al menos, sólo se financie cultura de calidad; hablar de Franco todo el día es “memoria histórica”, pero recordar Paracuellos es “revisionismo”... y así un largo etcétera de ejemplos que vienen a mostrar como esa asimetría se ha vuelto tan corriente que algunos han terminado por confundirla con el estado normal de las cosas.

Pues que se vayan acostumbrando... y los del otro lado, que vayan tomando nota, porque esto arrecia. No hay Montilla que lo detenga.

miércoles, noviembre 16, 2005

EDUCACIÓN: OTRA VEZ EL SECUESTRO DE LA MAYORÍA

Llevado por el ánimo de ser lo más objetivo posible, y tratando de no confiar únicamente en las opiniones de terceros, por mucho crédito que nos merezcan, me impuse la penitencia de comenzar a leer el anteproyecto de la LOE. Por razones profesionales, uno está bastante hecho a digerir textos legislativos infumables, cosa que es particularmente habitual en la obra del legislador contemporáneo, que no destaca ni por su buena redacción, ni por su estilo elegante.

Pero confieso que no he sido capaz de pasar del artículo tres. Supera todos los límites de lo aceptable. ¿Es concebible un sistema educativo cuyos principios fundamentales van de la “a” a la “j” –o sea que son más de veinte-?

Le lectura de semejante bodrio provoca tristeza, pero al tiempo aclara ideas. Tristeza porque dice mucho de nosotros que un texto tan importante, sencillamente, no esté escrito en un español comprensible, sino en la más genuina versión de “progreñol” (esa especie de pigdin comprensible sólo para iniciados, versión extrema del lenguaje políticamente correcto, que ha terminado por desplazar al añejo léxico jurídico y, lisa y llanamente, al común) concebible. La cruzada contra el plural inclusivo (ciudadanos y ciudadanas, niños y niñas – al menos en no sé qué página web de la Generalitat se proponía el recurso a los abstractos, que es menos cansino, es decir, cuando dicen la estupidez de la “ciudadanía” se refieren a “ciudadanos” pero aburren algo menos), polisílabos estupefacientes, eufemismos por doquier, construcciones imposibles, pretendido cientifismo... un chorreo de baba continuo, vamos. Es muy triste que la norma rectora, la columna vertebral legislativa, del sistema educativo, no incluya entre sus objetivos fundamentales la transmisión de conocimientos o, al menos, no lo incluya mediante una expresión así de simple. ¿Es tan difícil admitir que la función principal de la escuela es enseñar cosas? Parece que sí.

Digo que aclara ideas, porque, una vez que uno cae en la cuenta de que aprender a leer y a escribir se ha convertido en “adquirir destrezas en lectoescritura” lo entiende todo mucho mejor. Ese lenguaje ampuloso, pedante, vacuo, e insufrible tiene un enorme valor como síntoma. Unos niños que aprenden “lectoescritura” están condenados al fracaso, no porque sean incapaces, sino porque es evidente que los contenidos que deben estudiar están siendo fijados por una legión de tullidos mentales.

Ningún padre, ningún maestro, ningún alumno, ningún ser humano corriente se expresa así. Nadie llama “lectoescritura” a la “leer y escribir”. Quien emplea esa terminología se delata, o da el santo y seña, según se mire, como miembro de la secta de pseudopedagogos que, aprovechando el ataque de imbecilidad profunda que en estos últimos tiempos parece aquejar a la izquierda, la impotencia insuperable de la derecha y el cálido cobijo de los nacionalismos identitarios –cuyas prioridades son tales que parece que prefieren que toda la población sea analfabeta en euskera antes que letrada en castellano-, se ha enseñoreado del sistema.

Una vez más, la democracia española padece una clara inversión de términos. La democracia es el gobierno de la mayoría con respeto de la minoría, no el secuestro de la mayoría por parte de la minoría. Aquel jefe de estudios que justificaba la aparición de navajas en el patio de su escuela, en manos de jóvenes inmigrantes como una “manifestación cultural” es, evidentemente, un tarado y, además, un tarado peligroso, que debería estar alejado de toda responsabilidad que remotamente tenga que ver con la formación. En esto estaremos fácilmente de acuerdo muchos, quizá la mayoría. El problema es que es esa clase de tipos la que tiene la sartén por el mango. Es decir, son idiotas, los demás lo sabemos, pero ellos siguen mandando.

Resulta así que nuestra política cultural se encamina a satisfacer los gustos de una minoría pretendidamente selecta y en todo caso pequeña pero que, vaya usted a saber por qué, logra que los presupuestos tengan en cuenta sus preferencias y manías, cuando no vivir con cargo a ellos; nuestro proceso legislativo está controlado por representantes de opciones marginales, muy respetables –las opciones, porque los representantes son esperpénticos, a ratos- pero que no llegan a sumar ni un diez por ciento del voto total; la política social parece encaminada a satisfacer únicamente las reivindicaciones de los menos, aun cuando entren en contradicción con las convicciones de los más... y el sistema educativo está en manos de una ralea pseudocientífica que, por lo demás, parece en las antípodas del común de los mortales.

Se repite, pues, el mismo esquema. De igual modo que, al menos yo, no encuentro a nadie al que le parezca bien que la unidad de mercado se rompa –o que tenga lo que hay que tener para reconocerlo-, pero todo apunta a que puede suceder, incluso contra la voluntad de la mayoría, tampoco me he cruzado con nadie a quien le parezca sensato que se pueda promocionar con cuatro asignaturas suspensas, que el latín haya pasado a ser testimonial o al que le parezca que insultar al profesor es una manifestación del carácter, pongamos por caso. La pregunta es, entonces, ¿por qué sucede?

Basta leer en voz alta el artículo 1 de la LOE para que a unos les dé la risa floja, otros pongan cara de alucinados y otros enrojezcan de vergüenza –normalmente los que apoyan al partido que la promueve-. Sí, a todos nos parece un disparate. Entonces, ¿por qué va a convertirse en ley, con toda probabilidad?

Y es que en España están pasando cosas muy raras. Muy raras, de veras. Pero que empiezan a ser habituales.

lunes, noviembre 14, 2005

ENCUESTAS

Parece ser que un sondeo en un medio tan poco sospechoso de connivencia con los Populares como La Vanguardia da ventaja a la derecha, y permite aventurar que, de celebrarse hoy las elecciones generales, los de Rajoy andarían a unos diez escaños de la mayoría absoluta. El sondeo vendría a reforzar otros ya conocidos con anterioridad, y coincidiría con la insólita circunstancia de que el Pulsómetro de la radio oficial venga anunciando ya desde hace algún tiempo un empate técnico – lo que algunos entienden como una forma eufemística de decir que el PP está por delante.

Conviene poner las cosas en contexto y no lanzar las campanas al vuelo. Sé que cuesta creerlo, pero apenas anda mediada la legislatura, y si algo aseguran estos resultados, en caso de que se vean corroborados por los estudios de los que, sin duda, disponen los partidos políticos, y entre ellos el del Gobierno, es que este penoso devenir del ministerio Zapatero y de todos nosotros con él está condenado a alargarse hasta el ultimísimo segundo. De seguir las cosas así, vamos a tener que aguantar hasta que suene la campana. Sin duda, el Gobierno ha tocado fondo en cuanto a ideas y proyecto, pero nada permite descartar que vaya a comenzar a escarbar, así que preparémonos.

Por otra parte, y aunque los resultados nada deberían tener de sorprendentes, ni debería haber lugar a suspense alguno –toda vez que está bastante demostrado que tenemos el peor gobierno de Occidente y, desde luego, el peor, con mucha diferencia, de la historia contemporánea española-, habrá que ver al votante socialista, retratándose a la hora de la verdad. Según el sondeo citado, uno de cada diez votantes del lado siniestro se habrían pasado al diestro. Permítanme que no me lo crea. Cabe suponer, sí, que unos cuantos del lado zurdo se queden en casa y, por tanto, que al contar el PP con los suyos y dividir entre menos, salga un resultado más favorable. La mayoría de los votantes de izquierda que conozco se dejarían amputar la mano sin anestesia antes de votar a la derecha. Ello no es óbice, claro, para que anden bastante encabronados con el Gobierno, más que nada porque les lleva de ridículo en ridículo y les aboca continuamente a posiciones indefendibles, pero lo dicho, de ahí a la apostasía media un trecho y un trecho largo.

Finalmente, conviene no olvidar que en esta España de nuestros pecados todos los escenarios son de temer. De entrada, una victoria amplia pero no apabullante de la derecha sólo puede crear más frustración en ese lado porque, en primer lugar, se les vedará el Gobierno por el recurso a las alianzas y, lo que es más importante, se les seguirá ignorando. Entre la mitad menos uno, y ninguno, todo da lo mismo. El modelo político zapateril tiene como único fundamento la exclusión de la derecha o, como mucho su reducción a coartada testimonial –la aspiración del socialismo español, como nos recuerdan algunos con acierto, es el priísmo, la dictadura perfecta, la dictadura con oposición, con opositores nominales pero sin posibilidad real alguna de alternancia.

Lo malo es que esto puede ser tan perverso como aquel juego de las siete y media, según le contaba Don Mendo a Magdalena. Si no llegas... ya sabes que eres del otro deudor, mas ¡ay de ti si te pasas... si te pasas es peor! Es pronto para saber cuál podría ser la reacción de Polanco ante una eventual recuperación de la mayoría absoluta por el candidato Popular –lo digo porque este es, sin duda, un elemento clave: así como reaccionen los medios oficiales, reaccionara, amén del PSOE mismo, el complejo cultural-mediático, lo que ordene Cebrián que hay que pensar, lo que proclamen los Francino, las Iglesias, los Gabilondo y los Carnicero, eso será lo que ejecuten los Gran Wyoming y lo que monten los Animalario; así pensará, en suma, la cola del Alphaville- pero, supuesto que sea la esperable, esto es, que se decrete ilegítimo al Gobierno, aun en la hipótesis de que, como de costumbre, muestre su disposición a no anular concesiones ilegales y a no aplicar el estado de derecho (porque ojalá los hechos nos desmientan, pero cabe esperar que en lo primero que pensará un inquilino de la Moncloa sin legitimidad de origen, o sea de derechas –y que no se apellide Aguirre- será en hacerse grato al Jesús del Gran Poder), el país puede entrar en un período de auténtica convulsión.

Naturalmente, la excusa será que el resultado electoral “les aboca” poco menos que a la desobediencia civil y, por supuesto, no será más que la “herencia de la crispación” sembrada pero, ¿qué cabe esperar del nacionalismo catalán, del PNV, de ETA, del “mundo de la cultura”...? ¿Qué cabe esperar de los que han pillado como nunca, de los que saben que nunca, ni por asomo, contarán con semejante oportunidad? La rabia puede ser incontenible.

O sea que, qué quieren que les diga. Lo de que al Gobierno la vaya mal en la opinión le proporciona a uno el regusto de pensar que vive entre conciudadanos pensantes, a los que no les da lo mismo ocho que ochenta. Pero para estar tranquilo de veras, lo que uno echa en falta son signos de cordura. Signos que permitan aventurar que, al fin y al cabo, este país está cuerdo y tan sólo está circunstancialmente dirigido por un incapaz a la cabeza de un equipo que ni en sus sueños más desenfrenados se vio nunca en tamaña empresa. Es decir, lo verdaderamente relevante es conocer si esa enfermedad que se llama zapaterismo, esa descomposición súbita del sistema y los equilibrios políticos de un país, ha envenenado para largo tiempo nuestra vida y nos ha expulsado del mundo occidental o, por el contrario, es el último achaque o, si se prefiere, la última enfermedad infantil en la consolidación de un régimen democrático cuyo arraigo se está mostrando mucho más difícil de lo que cabía esperar.