CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA Y ESTADO MÍNIMO (II)
La primera cuestión que se comentó es la relación entre derecho y moral. Más bien, si podía concebirse alguna norma no inspirada en una moral determinada. Aunque sobre este tema hay mucho escrito por los filósofos del derecho, lo que yo he podido llegar a concluir es que el ordenamiento jurídico, cualquiera, es un producto enteramente social, y, como tal, hijo de un tiempo, lugar y conjunto de valores determinados. Esto es, creo, poco cuestionable y no hace al caso entrar en si, en nuestro particular contexto, estos valores son judeo-cristianos, obedecen a una ética trascendente o no (inciso, de nuevo, para los aficionados a las citas: sobre la posibilidad de una ética –occidental- no fundamentada en valores cristianos, entre otras muchas cosas, claro, es de sumo interés leer el diálogo epistolar cruzado en Il Corriere della Sera –si la memoria no me falla- entre Umberto Eco y el entonces arzobispo de Milán, Monseñor Carlo Maria Martini; el diálogo se publicó después, en español y como libro, titulado “En qué Creen los que no Creen”).
Sin embargo, es importante reflexionar sobre qué es una constitución y qué posición ocupa en el ordenamiento (algunos constitucionalistas, creo, entienden que es un cierto abuso decir “en” el ordenamiento ya que, más bien, la constitución ocupa una posición “respecto al” ordenamiento – es su ápice, pero es complicado, a veces, entender que es parte del ordenamiento mismo). La constitución, al igual que el resto de las normas, estará inspirada en una moral, claro, pero no tiene por qué dictar o prescribir determinados valores como plan de acción a futuro. La CE de 1978, además de ser hija de un conjunto de valores que algunos adscriben al iusnaturalismo y otros no –y que se reflejan en su tabla de derechos- recoge en su texto numerosas afirmaciones cuya naturaleza jurídica es muy dudosa (¿valores?) y que tienen un carácter programático, orientador del estado que nace de su parte orgánica.
Esa orientación del estado –que, como digo, hace imposible que el estado español sea nunca mínimo, porque el legislador ordinario ha recibido una multitud de mandatos, más o menos rígidos, que le impelen a la realización de ciertos hitos- no es necesariamente propia de todas las constituciones.
No creo que sea exacto decir que todas las constituciones contienen un “programa de vida” y creo que esto es, más bien, propio de la muy ideologizada segunda mitad del siglo XX. Mi amigo Pepe afirma que incluso la Constitución de los Estados Unidos contiene un programa de vida. Debo decir que en absoluto, si se pretende equiparar este texto con nuestra CE de 1978. La declaración de Independencia (inciso: el texto político favorito de quien esto escribe, junto con la Oración Fúnebre de Pericles – con la indudable y romántica nota de estar dictado por motivos básicamente fiscales, es decir, de estrictos derechos humanos), quizá, aunque más bien ésta es una exposición de motivos antedatada para la propia Constitución (es el acta fundacional de la República, y se limita a constatar y dar por sentados los tres derechos básicos: libertad, igualdad y propiedad), pero no la Constitución misma.
La Constitución de EEUU es “la” constitución, el arquetipo del constitucionalismo primigenio. Un instrumento cuya única razón de ser es establecer una forma de gobierno respetuosa con las libertades individuales – luego reforzadas, por si hiciera falta (ya estaban en las constituciones de algunos de los estados federados) en el Bill of Rights. La Constitución americana sí es compatible con el estado mínimo, porque no impone mandato alguno al legislador, que puede optar por reglamentar la convivencia como estime por conveniente, dentro de los límites infranqueables –límites pasivos- derivados de la terna básica: libertad, igualdad, propiedad (de la que emanan todos los demás derechos). Para muestra, un botón: la declaración de Independencia dice que todo hombre tiene derecho “a la búsqueda” de la felicidad. Hace unos días, alguien propuso, por lo visto, en la comisión redactora del estatuto de Cataluña poner algo así como que la comunidad autónoma (sí, sí...) “promoverá” o cosa por el estilo, la felicidad de sus súbditos. Lo primero es el reconocimiento de un derecho (concordante con la moral del XVIII y, ciertamente, con la de algunos hoy en día), lo segundo suelta un pestazo dirigista insoportable, y la sola frase es motivo de sobra para mandar el estatuto al cubo de la basura – no sé si, al final, lo incluirán o la frase se considerará demasiado cursi hasta para los cánones de la Cataluña contemporánea (comunidad donde, recuerdo, se celebran bautizos civiles).
Ciertamente, también el actual estado en Estados Unidos es un estado altamente intervencionista, dictador de normas a diestro y siniestro y agresivo con las libertades –Roosevelt tiene mucha culpa de eso, y por eso parece ser el único presidente que gusta a los europeos (bueno, también les suelen caer simpáticos todos aquellos que le ponen los cuernos a su mujer – virtud, vaya usted a saber por qué, muy bien vista a este lado del Atlántico)- pero ello no es necesariamente así y, sobre todo, es algo reversible, si en algún momento, así se decidiera.
Tal cosa es imposible en España y en otros países que tienen constituciones más “modernas” (más recientes). El estado español, por ejemplo, no puede dejar de tener seguridad social (esto es: en España no pueden dejar de existir los impuestos sobre el trabajo para financiar sistemas de pensiones intrínsecamente quebrados), ni el estado puede dejar de intervenir en el mercado de la vivienda (esto es: en España no son posibles leyes que dejen el mercado de suelo libre de cargas de financiación encubierta a los ayuntamientos), ni la propiedad puede dejar de ser “subordinada al interés general” (esto es: en España el derecho a la propiedad privada no puede ser fundamental, porque el estado puede necesitar expropiártela), ni puede dejar de promoverse la cultura (esto es: en España no se puede dejar de subvencionar a los paniaguados del cine, aunque se limiten a producir insultos a la sensibilidad y a la inteligencia), etc.
Así es la vida. Y luego, el que está incómodo es Ibarretxe. Porque no le dejan promover la felicidad de los vascos, claro...